Melvin Cantarell Gamboa
04/01/2022 - 12:05 am
Sabiduría ¿Para qué?
"Buscar la sabiduría para construirse una identidad sin doblez, una individualidad noble, un temperamento, un carácter y una subjetividad libre puede hacer de la persona una potencia magnífica dotada de una soberanía inaudita".
II
A Octavio Yáñez, por su pronta recuperación
A diferencia de las ciencias y la filosofía que se plantean interrogantes que buscan respuestas verdaderas, universales o trascendentes, el saber que ofrece soluciones a problemas vitales se reduce a una sencilla interrogante: ¿Para qué? Pregunta de carácter factual que encuentra contestación en una sabiduría práctica basada en hechos.
Toda indagación tiene como finalidad la gestión de un conocimiento y la solución de problemas; la sabiduría, en cambio, responde a la necesidad de sentir que vivimos; sentimiento que lleva en sí la existencia entera, es decir, no puede vérsele como teoría o erudición, sino como actividad guiada por ese “¿para qué?” que busca modestas respuestas aplicables a la vida diaria con el propósito de corregir los propios defectos y hacer más llevadera la carga vital, ya que, bien entendida, invita a hacer el esfuerzo de reflexionar, a aprender de lo espinoso y desagradable de la propia vida, así como desarrollar presencia de ánimo en situaciones difíciles; empeño que vale la pena porque con ello nos proporcionamos distracciones en momentos de monotonía y, su cotidiano ejercicio, termina por provocar el derrumbamiento de todo lo que equivocadamente o autoengañándonos estima la soberbia humana. Dice Nietzsche (y también Foucault, Onfray y Sloterdijk) que la inquietud y el cuidado de sí, ocuparnos de nosotros mismos, y autoconstruirnos tratando de hallar soluciones afectivas con el mundo, al margen de construcciones teóricas sublimes pero inservibles, nos hace ser los poetas de nuestras vidas.
Buscar la sabiduría para construirse una identidad sin doblez, una individualidad noble, un temperamento, un carácter y una subjetividad libre puede hacer de la persona una potencia magnífica dotada de una soberanía inaudita.
En la búsqueda de ese saber, empecemos por considerar que somos un CUERPO, una estructura compleja altamente organizada que hay que mantener en buen estado de funcionamiento con una dietética, fitness y ejercicios éticos y espirituales; sobre él descansa la criatura humana, lo que hace y lo que piensa (la ciencia actual ha descubierto que pensamos con el cuerpo entero no solo con el cerebro). Nuestro organismo es una unidad viviente formada por átomos, moléculas, células, genes y hormonas que conlleva inauditas posibilidades. Está formado por 50 billones de células, un cerebro de cien mil millones de neuronas conectadas cada una de ellas mediante 200 billones de sinapsis (se denomina sinapsis al impulso nervioso que posibilita la comunicación de una neurona con otra); a su vez, cada neurona es capaz de establecer hasta 10 mil conexiones con otras neuronas en una compleja armonía que nos permite poseer una casi ilimitada capacidad de memoria y aprendizaje. La red neural contiene más sinapsis que estrellas hay en la Vía Láctea. Este espléndido potencial está a nuestra disposición a la hora de querer cambiarnos a nosotros mismos, crear novedades o descubrir la lucidez.
La emergencia de una organización tan extremadamente compleja y poderosa como el cerebro fue producto de la evolución biológica y cultural de la especie homo que, con el surgimiento del lenguaje, produjeron una mente que nos permite ser conscientes de nuestras sensaciones, emociones, deseos y de cambiar nuestro comportamiento a partir de la ejercitación de nuevos saberes.
La idea de alma como principio vital y componente espiritual del cuerpo humano contradice esa evolución; lo menciono porque aún en los tiempos actuales es un mito poderosísimo que sigue configurando en mucha gente su idea de la vida. La ciencia ha escudriñado hasta el último resquicio del cerebro y el corazón humano sin descubrir esta chispa mágica.
El cuerpo y el cerebro como basamento de nuestra individualidad, interactuando con la cultura y el lenguaje, como dijimos, dan lugar a la mente que concentra la totalidad de nuestras vivencias subjetivas: sufrimiento, placer, ira y amor; pensamientos que unidos a otras experiencias generan la secuencia que produce la conciencia (es necesario tener presente que nada ocurre en la mente que no pase en el cerebro y, por tanto, por la red neural). La conciencia en tanto producto de procesos cerebrales permite a los humanos establecer relaciones emocionales con el mundo.
Resumiendo: la biología nos da un cerebro que valiéndose de los sentidos capta información del mundo exterior y el aparato neural se encarga de convertir en mente, ésta es depositaria de memoria, conciencia y razón que posibilitan nuestras experiencias como la atención y los recuerdos; en consecuencia, el cerebro rige las funciones del cuerpo y regula nuestra relación interior y exterior, los sentidos nutren nuestras sensaciones, proporcionan la información que este órgano se encarga de transformar en experiencias subjetivas y ambos nos permiten aprender, recordar y llevar a cabo actividades que comportan un resultado. En adelante, la mente utiliza al cerebro y el cerebro responde a los estímulos de la mente, juntos permiten a las neuronas modificar su estructura funcional, construir nuevas conexiones que cambian o refuerzan hábitos, creencias y conductas.
Sin embargo, tanto el cerebro como los sentidos pueden ser engañados; uno y otro pueden ser víctimas de errores e ilusiones que parasitan la mente humana y que, en múltiples ocasiones, llevan al fracaso en lo que hacemos de nosotros mismos y del mundo, pues existen deseos, miedos, perturbaciones mentales, emociones e instintos que escapan a nuestro control.
Los sentidos y el cerebro pueden ser burlados porque carecen de dispositivos para distinguir las alucinaciones de la percepción, el sueño de la vigilia, lo imaginario de lo real, lo subjetivo de lo objetivo. Si consideramos que la vía de conexión del sistema neural con el exterior representa el dos por ciento de todo el aparato cerebral; mientras que el noventa y ocho por ciento restante implican funciones interiores donde se procesan nuestros fantasmas: apetitos, ambiciones, antojo, caprichos, sueños, voluntarismos, etc. (E. Morin), entonces se deduce que son las emociones las que conducen a la mente al autoengaño y a racionalizaciones con la finalidad de justificar acciones que el sujeto desearía evitar u ocultar.
En rigor, la realidad siempre se nos resistirá, con mayor razón en estos tiempos en que nuestro entorno evoluciona más rápido que nuestro cerebro; el reto consiste, pues, en cómo poseernos a nosotros mismos para construirnos a la medida de los desafíos a que nos somete nuestra puesta en el mundo, pues la vida nos juega “trastadas”, la sociedad vive de la mentira, el poder utiliza la moral, valiéndose de la ley, las normas y las reglas sociales como coartada perfecta para aducir su dominación. A esto ¿Qué opone el individuo que quiere ser autónomo, independiente, soberano de sí mismo, para no ser siervo de costumbres, tradiciones, ideologías, doctrinas, adiestramientos y deberes que atentan contra su libertad? ¿Cómo y para qué proponerse un cambio, una conversión que haga posible deshacerse de todo lo que hasta ahora le ha sido impuesto? Tales desafíos sólo pueden superarse cuando se decida a construirse una fuerza interior que le devuelva la salud espiritual para dejar de ser aprisionado por los grilletes que le impone la domesticación social, para acercarse a la vida lentamente y “permanecer tranquilo y paciente bajo el sol” (Nietzsche).
La conducta humana es el resultado de modificaciones que la evolución cultural ha provocado en la especie, a lo largo de miles de generaciones. Estos cambios se dieron en dos instintos básicos: la sobrevivencia y la reproducción. La sobrevivencia, en ocasiones, obliga a la solidaridad, la comprensión y la cooperación, en otras, al egoísmo, la ambición y voluntad de poderío; el instinto de reproducción ha hecho posible el amor, la bondad y la benevolencia que son bálsamos preciosos, pero a la vez, da lugar a los celos, la ira y el odio.
Ahora bien, ¿Cómo modificar e imponerse a esos instintos y a la manera en que obramos? Sólo cuando implantamos un imperio sobre nosotros mismos y asumimos la prudencia, la sensatez y sus motivos como regla de conducta. Federico Nietzsche, en su libro Aurora, por ejemplo, propone cinco métodos o ejercicios éticos para combatir la violencia de un instinto: 1) Absteniéndose de satisfacerlo durante periodos cada vez más largos hasta debilitarlo y secarlo (según la neurociencia en tres meses el sistema neuronal establecerá nuevos programas que propiciarían el abandono de conductas adquiridas con anterioridad). 2) Someter los apetitos a reglas, a un orden severo y regularlos hasta conseguir encerrar su flujo dentro de límites estables y tomar posesión de los intervalos en que nos molestan, llegado a este punto, reforzar el ejercicio volviendo al primer método. 3) Abandonarnos deliberadamente a la satisfacción de un instinto desenfrenado hasta hastiarnos, a fin de conseguir, mediante el empalago (vía negativa) dominarlo. 4) Asociar la idea de satisfacción de un instinto con un pensamiento desagradable, ya que si se hace con intensidad puede, después de un tiempo, hacer de la consumación de su goce una idea desagradable. 5) Un instinto se apaga si dislocamos su poder sometiéndonos a un trabajo fatigoso y difícil, o bien permitiendo que otro instinto menos peligroso ocupe su lugar de manera pasajera para que devore el alimento que el tirano quería acaparar.
Sin embargo, no basta la voluntad, el método que se elija ni el resultado que se supone pueda conseguirse para domeñar los instintos y los deseos incontrolables; tampoco lo es recurrir a paliativos químicos o leer libros de superación personal; la inteligencia, la razón y la conciencia, como ya vimos, pueden ser “embaucados”. ¿Qué hacer, entonces, para escapar a esos riesgos? Recurrir a la sabiduría que, como hemos insistido, nos hace ser dueños de nosotros mismos, pues representa un poder que nadie puede arrebatarnos ni disputarnos y si a ella sumamos la lucidez, es decir, el análisis, la crítica, claridad, rapidez mental para comprender y explicarse la situación que se vive, la propia condición humana y las circunstancias que la determinan, entonces se multiplicarán nuestros reflejos, capacidad de reacción, coherencia y ubicación que elevarán al máximo el dominio sobre nosotros con resultados inauditos, pues una sabiduría lúcida es el único poder que hace a los seres humanos libres, autónomos y soberanos, ya que equivale al ejercicio de una conciencia despiadada ante los propios vicios.
Nota: En el último párrafo de la primera parte de este artículo equivoco el título de la obra del emperador Marco Aurelio, escribí Confesiones por Meditaciones. Mil disculpas.
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